Biblioteca Popular José A. Guisasola




Cuento: Preciosaurio, de Silvia Schujer.



"Gracias por cuidarlo", decía la carta colgada de la canasta. Porque lo que dejaron en la puerta de mi casa—alguien que quizás tocó el timbre y salió corriendo— fue una canasta con un huevo rojo del tamaño de una sandía.

Creí que era una broma. Pero al escuchar que el cascarón empezaba a quebrarse como cuando va a nacer un pollito, cargué el bulto hasta mi pieza.

Y bien. "Gracias por cuidarlo", decía la nota.

De nada, pensé.

Pero... ¿Cuidar qué?

De pronto, entre craques y cracs por todos los costados, el huevo se abrió. Sin darme tiempo a respirar. O pestañear, o toser, o salir corriendo.

Asomó una cabeza verde con nariz de chanchito y me miró. Sus ojos brillaban como dos estrellas transparentes.

—Soy Silvia— me presenté, con la voz entrecortada.

Y el ser asomado del huevo, abriendo la bocota grande como todo el ancho de su cara, me sonrió.

Cuando vi que hacía fuerza para salir, me acerqué y lo ayudé a romper el cascarón.

Su cuerpo era verde. Ni claro ni oscuro. Y tenía escamas del mismo color.

El cuello, largo como la cola, lucía un collar de pelusa amarilla.

Y aunque no me animaba a tocarlo, debo confesar que me resultó simpático desde el principio.

Era una mezcla de dinosaurio, perro salchicha y elefante. Cosa extraña, era precioso.

Lo miré un rato y fui a consultar la enciclopedia: no era un hipopótamo ni un lagarto. No era un elefante marino, ni un yacaré, ni un dragón. No encontré su nombre por ninguna parte.

Así es que como era precioso y se parecía un poco a los animales prehistóricos, lo llamé Preciosaurio.

Claro que haberle puesto nombre no alcanzaba para conocer sus costumbres.

Entonces le ofrecí un poco de leche. Puse un litro en un plato. Se lo tragó de un solo sorbo y como no se movía le agregué otro tanto.

Recién después de gastar más de la mitad de mis ahorros comprando leche y, con el plato cambiado por un balde, el cachorrito se dio por satisfecho y se me tiró en los brazos. Fue la primera vez que un recién nacido me sentó de cola para hacerme mimos.

Sí. Sólo cuando lo tuve entre mis brazos se me ocurrió preguntarme qué haría con él.

En eso pensaba cuando el preciosaurio se quedó dormido.

Lo tapé con mi frazada y entonces supe que ya no podría dejarlo. Mis amigos me ayudaron mucho, sobre todo cuando empezaron los problemas.

A mi preciosaurio había que alimentarlo. Y eso no era nada fácil. A las palanganas de leche hubo que agregar pan duro y después frutas y verduras. Y, al fin, todos los restos de comida del vecindario.

Crecía sin parar.

Le armamos una cama, pero la cabeza no tardó en salírsele por todos los costados.

Era enorme. Al moverse chocaba contra las paredes. Y cuando quería levantar lo que a su paso caía, volvía a tirar otra cosa.

A veces se convertía en montaña para que nosotros lo escaláramos.

Nos dejaba trepar por su lomo y construir aventuras con su sola presencia.

Recién cuando su cabeza pegó contra el techo me di cuenta de que ya no le alcanzaba el espacio de mi habitación.

El pobre se quedaba quietito y agachado para no traer problemas.

Pero cuando hubo que poner mi cama sobre su lomo verde, mis padres me dieron una semana para que me deshiciera de él.

Le pregunté al preciosaurio si pensaba crecer mucho más. Por sus antepasados, me juró que no.

Volví a hablar con mis padres. La respuesta entonces fue terminante: o sacaba el "monstruo" de la casa o...

Junté un poco de mi ropa. Rodeé el cuello de mi preciosaurio con una soga a modo de correa y, por primera vez, salimos juntos a la calle.

La calle lo impresionó hasta la locura. De tan contento pegó unos saltos que hundieron parte del asfalto.

Era inmenso. Mi cabeza llegaba hasta la mitad de sus patas.

La primera reacción de los vecinos al vernos partir, fue encerrarse en sus casas. Y después, desatar el bombardeo: naranjazos, tomatazos, zapatazos. Nos pegaron sin compasión.

Y cuando él vio que me habían lastimado, me cargó sobre su lomo.

En pocos minutos se empezaron a escuchar helicópteros y aviones sobrevolando el barrio. Las veredas se llenaron de curiosos.

—¡Fuera monstruo! —gritaban al preciosaurio.

Fotógrafos de todo el mundo encandilaban sus ojos transparentes con flashes.

Altoparlantes, gritos y bocinas amenazaban nuestra vida.

Pude ver cuando su nariz de chanchito se cubría de lagrimones y chorros de llanto bajaban como una catarata hasta su boca.

Lo que nunca imaginé es lo que después sucedería.

Rápido, como el más veloz de los caballos, mi preciosaurio empezó a galopar sin rumbo.

Bien lejos del peligro, me hizo bajar de su lomo y, cansado, muy cansado se echó sobre el pasto a dormir.

Habría pasado una hora cuando intenté despertarlo y ya no pude. Su cuerpo empezó a cambiar de colores hasta volverse transparente.

Y derritiéndose de a poco, se transformó en una laguna que todavía existe.

Fue a orillas de esas aguas que apareció un huevo rojo del tamaño de una sandía.

Lo agarré con cuidado. Caminé y caminé con él hasta conseguir una canasta.

Metí en ella el huevo rojo y con un cartelito que decía: "Gracias por cuidarlo", lo dejé en la puerta de la primer casa que encontré.

Estaba triste y cansada. Así que toqué el timbre y salí corriendo.


FIN

Silvia Schujer. Cuentos cortos, medianos y flacos.
Libros del malabarista. Ediciones Colihue



Ilustración del libro Palabras para jugar

Visto y leído en:

EDAIC Varela (Equipo Distrital de Alfabetización Inicial y Continua)
http://edaicvarela.blogspot.com/2013/07/dulce-de-beja-de-silvia-schujer-cuentos.html

Prácticas del Lenguaje (El material que se publica en este sitio tiene fines educativos)
https://adrianamarron.blogspot.com/2014/06/silvia-schujer.html
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